La Revolución Rusa (17 de octubre 1917) y su impacto en el siglo XX: Del hombre nuevo a la libertad y mercado
Ramón Rivas Aguilar
La Primera Guerra Mundial (1914), la revolución rusa (1917) y la crisis económica de 1929 y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) estremecieron los fundamentos de la ideología liberal y del capitalismo. Al mismo tiempo, se produjo el nacimiento del hombre masa y de los Estados totalitarios. La Hoz y el martillo, símbolos de esa gigantesca revolución, constituyeron las imágenes que encarnaron la vieja fantasía de la cultura judía: la Tierra prometida. El antiguo y nuevo testamento reveló en sus escritos la necesidad de retornar al pequeño bosque que Eva malogró al probar el fruto prohibido. Esperaban al Mesías y el bueno de Moisés se encargó de otear en el desierto ese jardín que le había prometido el dios Eloim. Los teóricos del marxismo y los líderes más importantes de la revolución rusa, secularizaron ese símbolo suplantando el mundo celestial por un mundo terrenal en manos del proletariado. La clase obrera haría la revolución socialista e iniciaría la construcción del hombre nuevo a través del comunismo.
La Revolución Rusa abrió un camino de esperanza a un plantea que estuvo al borde del caos y del precipicio. Se apoderó del espíritu de millones de hombres y mujeres que tuvo la ilusión de conquistar el paraíso. Más de la mitad del planeta sucumbió ante tan bella fantasía. La Unión Soviética propició el primer quinquenal (1926) y creó un vasto imperio cuyas ojivas nucleares acechaban al capitalismo americano. Ambos imperios utilizaron todo tipo de armas en defensa de esas creencias. La carrera ideológica, política, bélica y nuclear puso en peligro la vida de un planeta que olfateaba a cada instante el estallido de la inocente imagen del hongo nuclear. Olvidaron al hombre de carne y hueso y se entregaron a unas ideas y a unas creencias que sólo tenían cabida en el topo Urano. Nada que ver con la realidad compleja del hombre y su relación significativa con la vida social. Los más lúcidos intelectuales del planeta Tierra estuvieron al servicio de una revolución que olía a azufre y a sangre. El proceso a Moscú (1936), los campos de concentración, la intervención militar en Hungría (1956) y la de Checoslovaquia (1968), desnudaron la naturaleza de un régimen político que pretendió liquidar la dignidad humana en aras de una quimera que tanto daño provocó en miles de hombres y mujeres. Mientras tanto, sus dirigentes y la nomenclatura del partido disfrutaban del excedente económico (plusvalía) que producían los trabajadores en unas supuestas fábricas en manos del pueblo ruso. Teodoro Petkoff, político venezolano, develó la hipocresía de un sistema político que engañó al mundo con el supuesto ideal del comunismo. Resultó una falacia histórica el comunismo e incapaz de derrotar el capitalismo en el campo de la democracia y la economía. Los liberales, en la década de los cuarenta, demostraron hasta la saciedad la inconsistencia teórica de la imposibilidad del cálculo económico en un sistema socialista en el que predominaba el partido único y la planificación centralizada. Ello fue posible mediante la máquina del terror, del asesinato y de la esclavitud en manos del Estado total. Todo se vino abajo.
Fedor Dostoievski, novelista ruso, fue el primero en intuir los peligros de una marea roja para la civilización occidental, cuando aún percibían los latidos de un movimiento telúrico que hizo polvo a la monarquía imperial en el mes de octubre de 1917. Los poetas, los novelistas y algunos científicos vislumbraron la tragedia histórica de una revolución que degradó y sometió al hombre a un estado de silencio y de horror. Sin embargo, ese hombre silencioso despertó de esa pesadilla histórica y sacudió a un sistema y a una ideología que persuadía el camino de la felicidad en la tierra prometida. En fin, una mentira política e ideológica y que el planeta Tierra no deberá encauzar sus energías intelectuales y espirituales hacia esa entelequia que tanto daño causó a la historia universal: el hombre nuevo y el buen salvaje.