Utopía y civilismo en el quehacer de nuestra historia

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  Utopía y civilismo en el quehacer  de nuestra historia

Ramón Rivas 

La Utopía,  una imagen  que embriagó el espíritu aventurero del “quijote de los océanos”, cuando vio por vez primera al  buen salvaje jugando con los dioses en un bello jardín. El mito del buen salvaje enloqueció el espíritu del mundo moderno y surgió  una ideología revolucionaria con el propósito de eliminar el capitalismo e instaurar la gigantesca utopía que conmovió a Moisés. Así, nació en el imaginario de la historia universal  el símbolo de un bosque que revelaría la inocente sonrisa del hombre nuevo. 

 Ahora bien, ¿Cómo y de qué manera comenzó a aguijonear en el venezolano tan persuasiva metáfora? No cabe la meno duda, que fue Cristóbal Colón quién descubrió el buen salvaje y  desapareció con el  resplandor de un metal sumergido en un lugar misterioso y mágico: El Dorado. El metal inocente provocó la destrucción y el desalojó de indígena de su tierra fecunda y sagrada. Comenzó la era del vil dinero, del comercio y de la acumulación de capital. Moría el buen salvaje  y todo se  transformó en mercancía. 

Esto produjo temor en los poetas, quienes mediante la palabra recuperaron la inocencia de esos hombres desnudos y piadosos. Su poética constituye un canto a los bosques, a los pájaros, a las brisas, a las lluvias y a los misterios divinos. Andrés Bello, el gran humanista de América, contribuyó con su poesía al fortalecimiento de esa utopía que logró penetrar en el alma de la cultura nacional. Es la alegría que despierta en el mortal la fragancia natural del bosque y el susurro silencioso de su quietud. Por otro lado, los pensadores  del XIX  venezolano cuestionaron el liberalismo económico y el maquinismo industrial, responsables  de  la pobreza de la mayoría  de los trabajadores  ingleses.  
Para estos pensadores, el camino para liberar a la provincia de Venezuela  de los efectos negativos del capitalismo clásico, era  retornar  al cultivo de la tierra que provocaría en  el  hombre y la mujer  amor, piedad y solidaridad. El campo produce destello divino; mientras la cuidad provoca ruindad y egoísmo. El  petróleo  abrió el camino para  recuperar   la vieja creencia del buen salvaje disfrutando material y espiritualmente de las bondades del paraíso. Es decir, sembrarlo  y así  tener en nuestras manos la posibilidad de palpar el perfume natural  de aquel jardín que perdimos en la infancia  con el mudar del tiempo.  Los gobernantes del siglo XX se plantearon  hacer del oro negro el motor que recobraría la utopía agrarista, bucólica y telúrica. Dentro de ese mismo orden, una izquierda marxista se empeñó en escribir sobre lo que significaría la construcción del hombre nuevo en el marco de una sociedad socialista y comunista. La representación genuina del buen salvaje y la posibilidad de hacer realidad esa idílica fantasía en una América que esta develando su destino histórico en el mundo de las instituciones libres. Es un sueño  que merodea a cada instante  el radicalismo de  todo revolucionario. No  obstante, la construcción de esa fantasía en los regimenes totalitarios  condujo   a millones de hombres y mujeres  a vivir en una situación de miseria material y espiritual  a favor  de una burocracia civil y militar  y de un partido único,  disfrutando  del plusvalor  de quienes serían  supuestamente los liberadores  de la humanidad: el proletariado. Por  tanto, la patria de Cecilio Acosta lleva en su corazón las hondas raíces libertarias que  estremecieron  al imperio español y desalojaron el gendarme necesario e impidieron  la utopía caribeña en la década de los sesenta  y  rechazaron  el modelo cubano en el imaginario bolivariano y  de un liderazgo que tiene  la  pretensión de perfumar con las aguas del mar de felicidad  la geografía nacional. 


En fin,  utopía, una creencia histórica que se disipó  con una revolución que pretendía  con la renta petrolera  devolverles el paraíso a los venezolanos. Los resultados de esa revolución bonita, la destrucción material y espiritual de la República. Las  cenizas que dejó esa revolución a lo largo y ancho de la geografía de la nación, provocó de forma espontánea el fervor libertario de millones de  venezolanos, anclado en lo más profundo del quehacer vital  de un país que ha impedido de forma radical ser esclavo de cualquier tipo de poder de origen celestial y terrenal. Así, la naturaleza del  proceso histórico nacional reside  en  ese afán  permanente de ser libre para decidir su destino vital en el ámbito de instituciones libres. 
   
            

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