Tulio Febres Cordero: Entre el olvido y el recuerdo
1860-1938
Ramón Rivas
Aguilar
Tulio Febres Cordero, una de las
figuras culturales más representativa de la geografía andina. Su espíritu está
anclado en una ciudad y una universidad que lo admira, lo respeta y lo venera.
Su curiosidad por la pequeña historia amplió el horizonte historiográfico del
país y reveló una forma de explorar la vida cotidiana de nuestros pueblos sin
caer en la chabacanería y la mediocridad. Lo pequeño y lo grande en un acto creativo e
innovador sin perder la perspectiva universal. Sus obras son una muestra de la
riqueza espiritual e intelectual sobre las más diversas provincias del país.
Don Tulio Febres Cordero, fue hijo de su
tiempo histórico. En efecto, percibió el avance del capitalismo, del
imperialismo y del progreso, como resultado del desarrollo de la ciencia y la
tecnología. Palpó el impacto de las fuerzas imperiales en nuestras naciones que
aún dependían de sus lazos culturales de las sociedades precolombinas.
No estaba en contra del progreso;
pero estaba consciente de que el proceso civilizatorio afectaba el destino de
nuestras culturas que aun olfateaban con
agrado el perfume natural del bello Edén, embriagado con el susurro melodioso
de sus ríos y el trinar de sus pájaros. Para enfrentar el imperialismo y sus
efectos perversos, sin caer en el chauvinismo y el endogenismo, se inventó una
teoría para salvar nuestros orígenes y nuestra identidad: el pancriollismo. El
pancriollismo revelaría el enfoque del justo medio. Tradición, continuidad,
cambio, innovación, reflejarían la nota
esencial de esa teoría de Don Tulio para preservar y mantener nuestro orígenes
a tono con la expansión del proceso civilizatorio universal. Mientras los
imperios se repartían el planeta Tierra a finales del siglo XIX, Don Tulio
escarbaba con delicia la gastronomía andina y fantaseaba con un Quijote que se
burlaba de la máquina del progreso, en palabras del profesor de Literatura
española Marcos Ramírez. Por otro lado, imagino que Don Tulio no dejó de
contemplar con angustia el peligro que corría la civilización occidental al
embarcarse en una conflagración mundial (1914-1918) y en un exacerbado
consumismo que estalló en mil pedazos con la crisis económica que se produjo en
el año de 1929. Era evidente, que se imponía la barbarie y Europa caía entre el
precipicio y el vacío. Se desvanecían los valores de nuestra civilización y
sólo el cristianismo era la salvación contra el totalitarismo, en la fantasía
de Don Tulio Febres Cordero.
Nos aproximamos a un hombre
excepcional, un testigo que vivió los acontecimientos políticos que se
produjeron a finales del siglo XIX, hasta su muerte, acaecida en el año 1938.
Ese año, era el preludio en la que se desatarían los demonios del totalitarismo
y el intento audaz por liquidar la
dignidad humana. El nazismo y el comunismo, los símbolos de la barbarie y el
exterminio de la raza humana.
El año de 1938, un año en la que la
mirada agónica de Don Tulio oteaba en el horizonte el bello vuelo de sus cinco
águilas blancas. Se acercaba a las brizas del paraíso: la eternidad. Le
llamaría el Quijote de Los Andes. El hombre que vislumbró sin salir de su amada
ciudad y su universidad, los signos que marcaron el destino de una nueva
historia universal: imperialismo, nacionalismo y pancriollismo. Una mirada.
Ahora bien, ¿Cómo llegó a mi
atolondrada juventud la imagen silenciosa de Don Tulio Febres Cordero? Un poco
de historia. Quienes vivieron en Santa Rosa de Carvajal, la sabana de los
dioses, comentaban sobre una avenida de una ciudad que a cada instante se
escuchaba el nombre de la Av. Don Tulio Febres Cordero. Luego, el finado Hamar
Yarolais, hijo de inmigrantes rusos, estudiante de la facultad de Medicina de
la ULA, en la fonda de Voy que quemo,
en el Filo de Carvajal, nos hablaba sobre una obra literaria de Don Tulio, la leyenda la Hechicera y el bello coqueteo de la india
Tibisay, en el pequeño bosque en la que se asoleaban los inmensos lagartos de
la prehistoria. En esa misma dimensión, los abuelos, en la atalaya de los
dioses, en la sabana de los ikakos, sabios y hacedores del espíritu sabanero,
relataban sobre el vuelo de las cinco águilas blancas, extasiadas con el
misterioso resplandor del relámpago del Catatumbo. Al escuchar el mito de las
cinco águilas blancas, en boca de los abuelos, la inocente mirada de un joven
se embriagó con la utopía que enloqueció al católico ginebrino y casi destruye los ideales de la cultura
occidental, en el siglo pasado. Era el vuelo de unas aves que penetraban los
cielos montañosos y el horizonte divino para alcanzar lo absoluto.
Las nobles maestras, la niña Senair y
Doña Libia de Cestari, recitaban de memoria las más hermosas leyendas de Don
Tulio Febres Cordero. Nos decían: escuchen niños: en el atardecer llegarán las
cinco águilas blancas a pernotar en la laguna del amigo ñangara.
En el instituto privado Cecilio
Acosta, Una obra cultural de la sabana de los Dioses, el director, Juan Canelón
Cestari y Doña Rosa de Cestari, comparaban el vuelo de las cinco águilas
blancas con el sentimiento libertario de una nación que volaba para no caer en
manos del caudillo militar que le fascinaba la doctrina del derecho divino de
los reyes. De igual modo, en el Liceo
Rafael Rangel, ubicado en la ciudad de Valera, el profesor de Literatura
universal, el noble maestro, Juan Pedro Espinoza, tuvo una manera muy especial
para interpretar desde la hermenéutica los símbolos que representaban las cinco
águilas blancas. Era un sabio que exploraba el lado invisible y esotérico del
bello mito de Don Tulio. En fin, el mito de las cinco águilas blancas está
arraigado en el corazón de una geografía que nos perturba con el olvido y el recuerdo
de una época, la época de los paraísos. Son los pueblos, como el viejo Homero,
que cantan mitos y leyendas para calmar el afán inútil del efímero. Don tulio
Febres Cordero, el homero de los Andes.
Cuando remonté la Cordillera de
Mérida para culminar el último año de bachillerato, en el liceo Libertador,
llegando al pico el águila, sentí el misterioso vuelo de las cinco águilas
blancas. Parecíamos flotar por encima de las nubes montañosas y ver a lo lejos
la ciudad de Don Tulio. Ironía del mito de Sísifo. Unas aves soportando el peso
de las altas cordilleras y la fragilidad
del arrogante mortal, en una subida y caída permanente. Otra mirada.
Son significativas las palabras que
pronunciara el Br. Luis José Silva Luongo sobre Don Tulio Febres Cordero en la
que describe su obra histórica y literaria y su proyección intelectual más allá
de las fronteras andinas. Lo convierte en una figura cultural a tono con su
circunstancia histórica.
Don Tulio Febres Cordero nace en Mérida
el 31 de mayo de 1860 y muere en la misma ciudad el 3 de junio de 1938. En este
hombre que nace en Mérida, vive en Mérida, y muere en Mérida hemos de encontrar
nosotros un personaje similar a Immanuel Kant, el célebre filósofo en el quien
se conjugan todas las tendencias capitales de su tiempo, que vive toda su vida
en una apartada ciudad de la Prusia oriental: Konigsberg… Le toca vivir en una
Mérida colonial, una Mérida incomunicada, que es como un nido de plata en el
corazón de los Andes. Este nido de plata invita a pensar, a meditar, a
escribir; esto hace Tulio Febres Cordero, piensa, medita, escribe (Luis José
Silva Luongo. Tulio Febres Cordero. Conferencia dictada en la Biblioteca de la
Facultad de Derecho, el día 26 de abril de 1951. Editorial Salirrod,
Mérida-Venezuela, 1951, p. 19)
En fin, conocí la imagen de Don Tulio
en la sabana de los dioses y descubrí su huella literaria e histórica en la
ciudad del sol de los venados. Asimismo, otros valores que han proyectado la
vida intelectual de una ciudad que se deja ver desde lo más alto de las
montañas a través del fascinante vuelo de las cinco águilas blancas.