Imagen, memoria y ciudad:
Ramón Rivas
La era global revela la belleza y la tragedia de las
grandes civilizaciones. La imagen digital, la palabra impresa y la memoria
manifiestan la complejidad, las diferencias y las pluralidades de los procesos históricos:
desde las culturas universales hasta las
pequeñas historias, donde el hombre de carne y hueso se conecta con sus
localidades, comunidades y regiones. En efecto, la crisis de la utopía y del
dogma estatista, han desmontado una forma del quehacer histórico en la que se
había manipulado ideológicamente los hechos históricos con el propósito de
persuadir a las muchedumbres hacia la ilusión del paraíso y del mercado. Eran
abstracciones y visiones ajenas al quehacer humano, aquel ser que
placenteramente y dolorosamente labraba su destino vital y era parte
fundamental en la construcción de la nacionalidad. Esos hombres y mujeres no
tenían preponderancia en los manuales de historia, una especie de ladrillos
ideológicos y que sólo asomaban a los inocentes la esperanza milenaria. Hoy,
ante nuestros ojos se erige una historiografía en la que la poesía, la
intuición, la fantasía, la imagen y la memoria juegan un papel significativo
para rescatar desde el presente un pasado lleno de vivencias y de experiencias
que le dan sentido de tradición y permanencia a la existencia humana. Se
despliega a lo largo y ancho de la geografía planetaria una forma de hacer
historia cuyo centro es el hombre de carne y hueso, el que se relaciona con
otros hombres en el marco de una temporalidad y de un espacio vital. Es lo que
llamaría Miguel de Unamuno: La intrahistoria. Bastaría revisar sus dos bellos
libros: En torno al casticismo y el sentimiento trágico del hombre para dar fe
de esta percepción importante en el mundo de hoy. De igual forma, el historiador mexicano Luís González denomina
a estos procesos: microhistoria. Por ello, la ciudad, fruto del esfuerzo
individual y colectivo, es necesario rescatarla y embellecerla desde el
presente, asomando una mirada hacia un pasado mediante la imagen, la memoria y
los testimonios. Y, de esta manera enriquecerla desde una perspectiva
histórica, geográfica, cultural, espiritual y artística.
Por supuesto, no se trata de
evocaciones idílicas y paradisíacas que nos harían prisionero de un pasado, sin
tomar en cuenta los horizontes del futuro; se trata de hacer una síntesis creadora entre el pasado y
el futuro a través del presente. Por ejemplo, no podemos aceptar la dinámica de
una ciudad como Valera, cuya arquitectura histórica, geográfica y artística ha
sido desmantelada por el espíritu desmedido de los negocios y de la
irresponsabilidad de su liderazgo político. Es una ciudad fea, caótica,
atomizada y fragmentada sujeta a los demonios de la violencia. El afán
modernista fracturó una ciudad que mantuvo un cierto equilibrio entre sus
hombres y mujeres, la arquitectura y los espacios diversos, naturales y
culturales importantes en un mundo urbanístico. Por tanto, es necesario una toma de conciencia para hacer de
la ciudad de Valera, la ciudad de la belleza, del diálogo y de la necesidad de reconstruir y fortalecer su
pasado histórico, geográfico y cultural rica en experiencias múltiples que se
gestaron en la vida cotidiana por muchas décadas. Esta tarde me encantaría
rescatar unos recuerdos de una bella mujer, mi profesora de Educación artística
en el Colegio Monseñor Mejía, ubicado cerca del teatro libertad: Natalia Rossi
de Tariffi. De una sabiduría universal y
de un talento excepcional para las
lenguas y las filologías clásicas. Desde la ciudad de los emperadores, las Siete Colinas, pensó el destino de la
civilización occidental desde la civilización incaica. En ese mundo tan
fantástico .del hormigueo mercantil que ha caracterizado la ciudad de Valera,
Natalia Rosi de Tariffi, de un profundo espíritu humanístico, despejó en silencio los misterios de una lengua que
pareciera haber picoteado el espíritu de los etruscos, fuente del proceso
civilizatorio de
Los jóvenes entusiastas de la utopía
y otras generaciones disfrutaron con placer el séptimo arte. El CineLandia, el
Teatro Valera, San Pedro y Libertad eran esos lugares maravillosos en las que
las muchachadas frecuentaban para intercambiar y comprar los volúmenes del llanero
solitario, superman y el enmascarado de Plata, el Santo. Gozaban con locura y pasión las películas
mexicanas y norteamericanas, las vaqueras y las famosas películas de la
serie, como los peligros de Ñoka. Mario Moreno,
Cantinflas, Clavillazo, resortes, Borola, Mantequilla, viruta y capulina,
tintán alegraban el alma de una
muchedumbre enloquecida por el edén. La ciudad crecía lentamente acorde con las
necesidades urbanísticas; mientras tanto, la profesora Natalia Rossi de Tariffi
escudriñaba esos legajos tan difíciles y complejos de la lengua Quechua y así
establecer comparaciones desde el punto de vista etimológico, filológico y
hermenéutico con la lengua de los etruscos. Es decir, era una ciudad que se movía en
tiempos distintos: el cine, el béisbol, el boxeo, la pasión revolucionaria y el
espíritu de esta investigadora que intentaba descubrir las fuentes primigenias
de la civilización toscana desde un país de Los Andes. Recuerdo, como hoy, que
contaba esa experiencia y como fue abucheada en una conferencia que dio sobre
ese tema en Europa. En ese momento, poco entendía sobre el punto tan complicado y difícil para un joven
de 17 años. Esa arquitectura cultural, simbólica y espiritual que se había
configurado en esa década, fue desapareciendo poco a poco con el tiempo. Pues
bien, cómo emergieron tantas imágenes que hoy quisiera asomarlas y compartirlas
con todos ustedes para que vean el futuro con belleza, claridad y
espiritualidad. Vivía en los campos petroleros, en el estado Zulia, cuando mi
madre Libia Aguilar un día decidió salir de ese mundo, salpicado de las agujas
puntiagudas que se desprendían de la estrella solar, del chispeante relámpago
del Catatumbo y de lo sótanos endemoniados por los yacimientos petrolíferos
hasta llegar a la ciudad de Valera, por los años cincuenta, en un Chevrolet
color verde, una ciudad pacífica y
tranquila bajo los designios del sable y la bota militar. Y, el padre Andrade denunciaba desde el púlpito los horrores de la dictadura de Marcos
Pérez Jiménez. Aun perdura en mi mente, las imágenes de ese organismo de la represión oficial
de aquel
periodo histórico, oscuro y sombrío la seguridad nacional.
Como señalaba anteriormente, las
vivencias de la ciudad de Valera tienen sus raíces desde la década de los
cincuenta, cuando tuve la oportunidad de vivir en la 52, urbanización, ubicada
en el corazón de Bella Vista. No dejo de recordar ese parquecito donde
jugábamos con tanto placer la inocencia de la niñez. Hoy, una capilla reemplazó
ese lugarcito tan acogedor para unos niños que querían asaltar el cielo con su
mirada noble. Desde la 52, contemplábamos aquella otra parte de la ciudad, llena de cactus, de caña brava y de las
preciosas palomas de color café con leche y su collarcito rodeando su frágil
cuello. En las noches escuchábamos por la emisora radio Valera la voz
maravillosa de Panchita Duarte, la alondra trujillana, con unas melodías que
nos conectaba al mundo azteca. El twist y el rock and roll se deslizaban bulliciosamente
por los alrededores de las casas de Banco Obrero. Allí, conocimos una
familia de una cultura musical excepcional: la familia Arias. Don Miguel Arias
fue director de la orquesta municipal de la ciudad de Valera. Los domingos, la
gran familia valerana disfrutaba las
retretas en la plaza Bolívar a partir de las ocho p.m. Por esos lares,
fabulábamos con las pericias
náuticas del capitán Polo en alta
mar; un marino de fama que enfrentó en las noches oscuras los demonios
enloquecidos de Poseidón. Por cierto, una tierna ave, de color negro y rojo,
picoteaba todas las madrugadas la ventana de mi cuarto. El cardenalito saltaba
de rama en rama en los montes salvajes de la 52. Cuando devuelvo mi mirada hacia aquellos días, nada queda. La
flora y la fauna fueron desapareciendo con la dinámica de la población y la
urbanización.
En esta encrucijada geográfica conocí
en el colegio Monseñor Mejía a esa mujer que estremeció en silencio la
conciencia europea con su libro América, cuarta dimensión: los etruscos
salieron de Los Andes (1970) de Natalia Rossi de Tariffi. Una teoría
revolucionaria que puso en aprietos los orígenes de la civilización occidental.
En la contraportada del libro se dice lo siguiente:
Veinte años de
severos estudios y un abrumador despliegue de comprobaciones avalan los
trascendentales hallazgos de la autora. La humanidad nació en América y todas
las lenguas habladas en el mundo se derivaron, a través de milenarias
transformaciones de las lenguas andinas. En su opinión, fueron los aborígenes
americanos quienes levantaron, por todos los caminos de la rosa de los vientos
de una historia no escrita aún, las construcciones megalítica del llamado viejo
mundo…
Fueron años de estudios y de
investigaciones para llegar a una conclusión de tan envergadura histórica. Para
el logro de tal propósito, se inventó un camino dando origen a una ciencia que
denominó: lexicocogenética o ciencia de la genealogía del lenguaje. Su esposo
Terso Tariffi, un hombre culto y de una bondad extraordinaria, trabajó en la
biblioteca central de
Es responsabilidad de todos
rescatarla para hacerla más agradable y
proyectarla a sus hijos hacia el futuro. Por tanto, recordarla en la Valera profunda, representa para estos tiempos de crisis histórica un legado que expresa
el amor que ella sintió por esta ciudad, una encrucijada histórica y
geográfica producto del ánima empresarial. En palabras de nuestro amigo del alma, Antonio Vale: Una ciudad que se fue con
el correr del tiempo.