Pidiendo un Javier
Álvarez desde dentro
“Lo mejor del hombre es
el asombro”
Ramón Rivas A.
Hace dos décadas, una tarde como cualquier tarde, como diría
un célebre poeta de la sabana de los dioses, en la Universidad Popular Alberto
Carnevali, ubicada en la Avenida Urdaneta, recibí la lamentable noticia del
fallecimiento del colega y amigo del
alma, el gladiador del verbo, Javier Álvarez. Precisamente, en esos instantes,
como son los instantes misteriosos del tiempo, el resplandor del sol de los
venados remontaba el lomo de las altas montañas. Qué misterio. El noble amigo y
su bella fantasía se deslizó a hurtadilla en la vastedad de un universo
que tanto agradó el espíritu de un niño gigante como Javier Álvarez, que miró con goce la
relación profunda entre el hombre y el Cosmos. Sí, nunca dejó de admirar esos
cielos infinitos y una luz perenne que brotó intempestivamente hace quince mil
millones de años, cuando el universo estalló en mil pedazos. Era la luz intensa
y radiante que llamaba la atención de este joven de aquel acontecimiento
cósmico, insólito y sorpresivo. Aún, nuestros
ojos examinan ese hecho prodigioso con
los avances de la ciencia y la tecnología en el campo de la cosmología. Su
pasión era la luz, la imagen y la fotografía. Siempre llevaba en su viejo
maletín una cámara fotográfica, su instrumento de trabajo para fijar en
segundos el rostro visible e invisible de la vida cotidiana en permanente
movimiento. Qué fascinación por la luz y
que asombro ante los hermosos vitrales de la catedral, de las Iglesias y de las
capillas cuando el gigante astro sigilosamente convertía la luz en un bello
disco de mestizos colores.
Siempre me decía: “Amigo Lapo: el ojo y el sol, el sol y el
ojo dos esferas hermosas que se miran y
coquetean lúdicamente una a la otra”. Cuando se refería a la
imagen del sol y el ojo, Javier Álvarez, como buen conversador y buen recitador,
su verbo se agigantaba hacia aquella poética que aludía al mirar del
mortal y a los astros radiantes de luz. Estas imágenes, provenían de una de sus
lecturas predilectas de un autor ruso S. Vavilov titulada El ojo y el sol. Así,
pues, recitaba con vehemencia algunos de los párrafos de este libro en la que
el autor Vavilov expresaba con tanta elocuencia:
De no ser el ojo como el sol ¿Quién podría admirar el
astro?
Los hombres empezaron a ver cuándo brilló por vez
primera tu ojo derecho y el izquierdo ahuyentó las tinieblas nocturnas.
Y de nuevo veo la luz vivificante con mis sedientos
ojos
Y el sol me baña con sus rayos como una lluvia de oro.
Javier Álvarez tomaba el libro de este autor y nos leía el
siguiente párrafo: No se puede comprender lo que es el ojo sin saber lo que es
el sol. Esta es la razón de que el ojo sea como el sol, según afirma el poeta.
Déjenme decirles algo irreverente que espero no perturbe la sabiduría de los
dioses, de los sabios, de los filósofos y de los vanidosos y arrogantes
sofistas: En el antiguo testamento, en el capítulo relacionado con el Génesis,
Eloim, el arquitecto divino, dijo: Al principio era el verbo y la luz. Pues,
bien, Ya Javier Álvarez era el Verbo, la luz y la fantasía. Fuimos amigos en la
juventud; fuimos amigos en la madurez y continuamos siendo amigos en el recuerdo, en el olvido, en las alegrías
y en las nostalgias.
Compartimos un proyecto común más
allá de los procesos civilizatorios tanto de Occidente como de Oriente. Por
aquellos días, nos identificamos con otras miradas que los autores franceses
Louis Pauwels y Jacques Bergier denominaron el fascinante mundo del realismo
fantástico. Es cierto, que nos entusiasmamos con las ideologías revolucionarias
de Occidente; pero, al mismo tiempo, nos encantaba el fascinante mundo del
realismo fantástico. Fue el Libro titulado: El retorno de los brujos,
nuestra biblia que nos llevó a otear sin
prejuicios otros entornos más allá de lo sideral. En la contraportada de ese
extraordinario libro, dice lo siguiente:
“Contemplamos la realidad a través de nuestros prejuicios”. Pero hay otra manera
de hacerlo: a través de un método de investigación que los autores de este
libro denominan realismo fantástico. Entonces cuando solemos pensar de los
poderes de la inteligencia, del genio, de la intuición o del sueño, es barrido
por un viento prodigioso y nos hallamos sumidos en un bosque de hipótesis
pavorosas y mágicas.
El día y la noche con Javier Álvarez
se convertía en un torneo verbal alrededor de los orígenes de nuestra civilización de
Occidente y Oriente, y de aquellas otras que desaparecieron y que fueron
producto de inteligencias más allá del planeta tierra. Fueron momentos
maravillosos en una época en la que el planeta tierra se debatía entre dos
ideologías, y una generación pensando en otras civilizaciones.
Otra de sus lecturas predilectas y que
nos permitió ver otros horizontes, otras miradas, fue el célebre libro escrito
por Jacques Bergier, titulado Los
libros prohibidos. Una lectura fascinante de una obra que recoge en sus
páginas la más hermosa sabiduría del mundo esotérico, prohibido al vanidoso y soberbio mortal. Diría que eran sus tres
libros de su preferencia y que conmovieron su alma. Sin embargo, este amigo que disfrutaba de su verbo, de su magia, de
su fantasía y de esos excelentes libros,
nos leía con deleite la obra poética del
colombiano Julio Flores. El poeta del amor, de la desdicha y de los caminos
tenebrosos del mundo.
Finalmente, quiero agradecer como
amigo de esta inteligencia fantástica y prodigiosa como lo fue Javier Álvarez, revela la gratitud
de una generación por recordar al hombre
que siempre percibió con goce ese
vínculo mágico y misterioso entre el ojo y el sol. Como diría el poeta Goethe:
“De no ser el ojo como el sol quién podría admirar el astro”.