Darío Gamboa: Entrañable amigo
Ramón Rivas Aguilar
Darío Gamboa, conocido entre los amigos como el célebre mano negra por su guante de cátcher que lucía en cada juego de béisbol. Allí, junto a su esposa Yanet, sus hijos, sus nietos y sus amigos, su última mirada, su última palabra, su halito divino en el recorrido hacia la inmortalidad. Su ánima entre el sendero de la ciudad de la siete colinas, la ciudad que amó intensamente. El encuentro vital por aquellos años, los años dorados en la que el entusiasmo y la pasión por el juego animaban la fuerza vital de este joven, nació una hermosa amistad que mantuvo hasta el fin de su existencia. El béisbol, fue su gran pasión. Fueron años de encuentro en los distintos escenarios de la geografía trujillana, en la que participamos en el deporte más popular del mundo. Pues, bien, allí estaba nuestro querido amigo, Dario Gamboa, con esa sonrisa que tanto entusiasmaba a todos en esa faena tan maravillosa como es el mundo del juego, de lo lúdico como parte esencial de nuestra existencia. Otra de sus pasiones, el fascinante y cautivante juego del Billar. Uno de sus mejores competidores el inolvidable amigo, el catire Antonio Vale. En cada torneo, con la habilidad y la destreza para mover las bolas del billar, con el movimiento entre las esquinas de la mesa como imágenes geométricas que desaparecían en segundos. Mientras tanto, se escuchaban aquellas melodías románticas de la década de los sesenta, que nos picoteaba en nuestras almas la tierra prometida. Entre el juego y la música, en esos tiempos que solo se recuperan con la memoria, se selló esta gran amistad. Un día entre atajos y senderos, remontó las altas montañas de los Andes, a la ciudad de Mérida, la ciudad de las nieves eternas. Con sus recuerdos, ilusiones y fantasías dejó la ciudad de los viejos cañaverales y sus trapiches y del hormigueo mercantil. Nuevas experiencias en la universidad de los Andes donde cursó estudios en la escuela de Administración y contaduría en la Facultad de ciencias Económicas y Sociales. En los años setenta en la época de estudiante compartió junto a una generación de valeranos los valores de la amistad, de la generosidad y de la solidaridad que caracterizó siempre a nuestro querido Mano negra. Una etapa maravillosa y dorada, en esos días, que se entretejían con la lluvia, la neblina y las nevadas que nos conectaban con el mundo celestial. Su morada, cerca del rectorado, en la avenida 3, allí cerca de la joyería de Elías, el Bar la Cibeles, el café llamado el Ritz, la esquina de López y unos cuantos billares alrededor, vivió una experiencia vital y exquisita. Así, desplegó su vida con nuestra querida amiga Yanet, su eterno amor para el presente y el futuro. Un momento vital de su vida, en esa geografía merideña que disfrutó plenamente con sus amigos, con esa sonrisa que siempre lo caracterizó a lo largo de su vida. Conversador, sereno y un amigo que valoró la amistad como el valor esencial de la existencia humana.
De vuelta a su tierra, a sus raíces, a sus orígenes, la nueva estadía en la ciudad de Valera que contempló con alegría y con esa sonrisa que se prolongaba más allá´ de los horizontes radiantes y esplendorosos de la tierra de santos y sabios. Día y noche, en esa faena vital, el trabajo, el deber y la responsabilidad valores esenciales que heredó de sus padres. Asumió los retos y los desafíos de la vida, en la alegría y en las etapas difíciles que tuvo que enfrentar cuando apareció su enfermedad. Con el tiempo, tuve el privilegio de tener contacto por vía telefónica, en muchas ocasiones, en la que el recuerdo de nuestras vidas por aquellas décadas hacía estallar su sonrisa y a su vez reflejaba el valor de la amistad. Para Yanet, sus hijos, nietos y amigos, mi más profundo sentimiento de solidaridad y lamentado de corazón la partida de este noble amigo, un amigo maravilloso.